14 de febrero, día de los enamorados. Para mí es una fecha significativa: hace veinte años, tal día como hoy, moría uno de mis mejores amigos. Se llamaba Xabier. Tenía 28 años. Mes y medio antes nos había dejado mi padre. Fueron dos bofetones (de esos que a veces te da la vida) grandes y muy seguidos.
Y entre medias, en enero, pero diez años antes, la que se había ido era mi madre. Sí, hoy voy a hablar de la muerte y del amor, pero un amor diferente al de tipo comercial con el que nos están machacando a cuenta del dichoso día de los enamorados.
Entre el 25 de diciembre y el 14 de febrero hay 51 días. Cada persona lleva el duelo como buenamente puede. Pero a estas alturas, estas fechas no me producen tristeza. Ha pasado mucho tiempo (20 años), en el que he hecho muchísimas cosas.
Cada uno marchó de una forma distinta, y no sé si sería casualidad, pero tuve la ocasión de despedirme de ellos de una manera que el recuerdo que me queda me produce alegría y buenas sensaciones. Y eso que en el caso de mi madre y de Xabi no sabía que aquellas despedidas iban a ser las últimas.
La muerte es lo único cierto que tenemos en esta vida. Todos sabemos que tendremos un último amanecer. Y sin embargo, en nuestra cultura occidental, es un tema tabú, del que apenas se habla.
Hace un par de semanas tuve la comida anual de mi quinta en la ikastola. Este año hacemos 49, es decir, nos acercamos a los 50. Y ese fue, precisamente, uno de los comentarios que hubo al principio. La cifra impone respeto. Y la sensación que hay de que la vida va a mucha velocidad y que el tiempo pasa muy rápido, a veces, impresiona. Pero la alternativa a envejecer es peor.
Yo tuve la gran suerte de cuidar a mi padre en los últimos meses de su vida. Fueron muchas horas de acompañamiento. De diálogos y de silencios. Porque a veces es suficiente con estar junto a una persona, sin necesidad de decir nada, para reconfortarla. Pero también hablamos, y mucho. De todas nuestras conversaciones se me quedaron especialmente grabadas dos cosas: “disfruta todo lo que puedas” fue una de ellas. Y la segunda fue “yo he hecho todo lo que tenía que hacer lo mejor que he sabido”.
Esos dos consejos vienen de alguien que en su niñez perdió a su padre (mi abuelo), vivió una guerra civil, y en su adolescencia y juventud soportó la posguerra.
Poco después de su muerte cayó en mis manos el libro “Martes con mi viejo profesor”, de Mitch Albom. Morrie Schwartz es un antiguo maestro de Mitch. Se encuentra enfermo, próximo a la muerte, y contacta con Mitch, que es un reputado periodista deportivo y a quien no ha vuelto a ver desde que se graduó, para que sea quien pronuncie unas palabras en su funeral.
Se juntan todos los martes para hablar de una asignatura que se llama “la vida”. De lo que es importante y de lo que no. Y de que cuando alguien aprende a morir, en ese instante aprende a vivir. Y no podía dejar de pensar que coincidía totalmente con lo que me decía mi padre.
Hace poco cayó en mis manos otro libro singular: “Hay muchas maneras de decir adiós”, del Dr. David Servan-Schreiber (yo lo he podido descargar en formato digital en su versión en inglés, no era posible en español). Él fue un psiquiatra francés que a los 30 años fue diagnosticado con un tumor cerebral terminal. Combinó la medicina tradicional junto con prácticas complementarias como el yoga, el cuidado de la alimentación, el ejercicio físico y la meditación.
Fue ganando tiempo a la enfermedad (20 años) y plasmó su experiencia en el libro “Anti cáncer”. Entró en una vorágine de viajes y entrevistas para su promoción, hasta que un día notó que algo no iba bien. El tumor se había reproducido, esta vez con mayor virulencia.
Sabía que no le quedaba mucho tiempo y plasmó sus últimas semanas de vida en el libro del que os hablaba antes. Y aunque era mucho más joven que Morris Schwartz, llega a las mismas conclusiones. Recomienda reír todos los días, meditar, y hacer las cosas con pasión, generosidad y poniendo las capacidades propias al servicio de las demás personas. Y entonces no te arrepentirás de ninguno de tus actos y vivirás en paz.
Mis hijos me suelen preguntar a menudo sobre qué les va a pasar si yo me muero. Les respondo que no tengo ninguna intención de hacerlo a corto plazo y que van a acabar aburridos de su padre. Pero la verdad es que sí era algo que me preocupaba hasta que recordé la máxima que aplicaba en las empresas: “importante todo el mundo, imprescindible nadie”.
Si algo me pasara, sé que saldrán adelante. Y este pensamiento me libera. Aún así, los preparo (o trato de hacerlo) para que sean independientes lo antes posible (aunque todavía son muy pequeños). Si se pueden ir de casa con 18, mejor que con 19 (aunque el “nido” siempre estará a su disposición todo el tiempo que lo necesiten).
Mi madre, mi padre y Xabi fueron tres personas importantes que se fueron demasiado pronto. Mis padres le echaron un par a una vida que, de saque, se les puso muy cuesta arriba (ella también vivió la guerra civil en su niñez). Y Xabi era un auténtico crack, alegre y apasionado en todo lo que hacía.
Steve Jobs decía que llevaba más de 33 años preguntándose cada mañana ante el espejo sobre si haría lo que tenía planeado hacer en esa jornada en caso de que ese fuera su último día, y que si la respuesta era no durante unos cuantos días seguidos, entonces había algo que tenía que cambiar. Casa con lo que me dijo mi padre sobre hacer lo que corresponde lo mejor que uno sabe, y disfrutar de la vida todo lo que se pueda.
Cuando vienen épocas complicadas suelo hacerme la pregunta “¿ellos qué harían?”. Y recuerdo este diálogo entre Morris y Mitch:
Una tarde me quejo de la confusión propia de mi edad, de la oposición entre lo que se espera de mí y lo que quiero yo mismo.
–¿Te he hablado de la tensión de los opuestos? –me pregunta–.
–¿La tensión de los opuestos?
–La vida es una serie de tirones hacia atrás y hacia delante. Quieres hacer una cosa pero estás obligado a hacer otra diferente. Algo te hace daño, pero tú sabes que no debería hacértelo. Das por supuestas ciertas cosas aunque sabes que no deberías dar nada por supuesto.
Es una tensión de opuestos, como una goma elástica estirada. Y la mayoría de nosotros vive en un punto intermedio.
–Algo parecido a un combate de lucha libre –le digo–.
–Un combate de lucha libre–dice, riéndose–. Sí, la vida podría describirse así.
–¿Qué bando gana entonces? Le pregunto.
–¿Que qué bando gana?
Me sonríe, con sus ojos llenos de arrugas, con sus dientes torcidos.
–Gana el amor. El amor gana siempre.
Y para despedir este post, nada mejor que esta canción de Mike and the Mechanics, llamada “The living years”, que habla de un hijo con una relación difícil con su padre pero que descubre, tras la muerte de este, que tenían una conexión mucho más fuerte de lo que creía y se arrepiente de no habérselo dicho en vida.
Enjoy!!