Hoy, 21 de marzo, es el día internacional contra la discriminación racial. De entre las muchas fechas señaladas que hay en el calendario, esta es una de las que más me toca.
Vivimos en una época en donde las distancias han desaparecido y la facilidad para moverse era inimaginable hasta hace muy poco. Hay eventos culturales o deportivos que son globales y que gustan y unen a personas de todo tipo. Se supone que la integración entre gente de distinta etnias, religión o nacionalidad debería ser más fácil que nunca. Y sin embargo, y por desgracia, estamos asistiendo a un repunte alarmante de movimientos xenófobos en todo el mundo. Los recientes atentados de Nueva Zelanda y Holanda son una muestra de ello.
Como muchos de vosotros sabéis, mis hijos son africanos. Marrones. Porque como me dice el mayor, “yo no soy negro, soy marrón”. Yo, para ellos, soy color “carne”. Y tiene razón. Y aunque tengo que decir que la integración desde que volvimos a casa ha sido estupenda, siempre me queda una especie de preocupación latente por el futuro.
Cada vez que veo incidentes como el que hace poco ocurrió en un tren de cercanías en Madrid se me hace un nudo en el estomago. Mis niños ahora son eso, niños. Pequeños, guapísimos y simpáticos. Parecen muñequitos. Pero van creciendo y empiezan a echar cuerpo. Y dentro de poco serán dos “armarios roperos” de cuidado. Y sé que se les va a empezar a mirar de otra manera. Y sé que tienen muchos boletos para que un día terminen llorando en un banco igual que el joven sacado a la fuerza del tren, de manera injustificada, por los guardas de seguridad de la estación. Sin haber hecho nada.
Una de las asignaturas pendientes que tenemos como sociedad es la de la integración de la inmigración, de las personas que son “diferentes”. Hace poco hablé de que el fenómeno no iba a parar. Al contrario, iba a ir a más. Y dado el evidente problema de envejecimiento poblacional que padecemos, puede ser una oportunidad estupenda para paliarlo (o atenuarlo).
Sin embargo, y como en otros muchos problemas sociales, vivimos sin un plan de acción (ni a corto ni a largo plazo). No está establecido cómo se les acoge, cómo se les forma, qué se les exige para que se ganen el derecho a quedarse con nosotros (porque se lo tienen que ganar)…
Cuando no hay un plan se vive a golpe de improvisación. Y la improvisación trae lo que trae. Y la conjunción del aumento de la inmigración con el sufrimiento de los años de crisis que hemos pasado ha tenido, como una de sus consecuencias, como decía antes, el auge del populismo xenófobo en todo el mundo occidental. También en nuestra sociedad.
El ser humano, desde que está en este planeta, siempre se ha movido buscando territorios donde poder tener una vida mejor. A buenas o a malas. Esos movimientos nos han traído el mestizaje y la mezcla, que nos ha mejorado en todos los aspectos.
Euskadi, por ejemplo, en la época del auge industrial del siglo pasado, recibió mucha inmigración. Era un movimiento de carácter nacional. La gente venía de otras partes del país buscando, de manera legítima, un futuro mejor. Gran parte de esa inmigración fue la mano de obra que aportó, con su trabajo y esfuerzo, su grano de arena para nuestro progreso económico y social.
Sin esas personas hoy no seríamos lo que somos. Por supuesto, la integración no fue fácil. Muchas veces se les llamaba “maketos” o “coreanos”, de manera despectiva, lo que no deja de ser un tipo de xenofobia. Pero aquellas personas que vinieron tuvieron sus hijos aquí, y la integración se ha ido produciendo de manera natural.
El problema ahora es más complejo. La inmigración viene del extranjero, lo que implica, en muchos casos, referirse a personas de otra etnia que no hablan nuestros idiomas y con una formación escasa porque el sistema educativo en sus países de origen tiene muchas limitaciones y carencias. Pero es gente con mucha iniciativa, porque hay que “echarle un par” para hacer este viaje. Por eso, yo digo que este fenómeno es una oportunidad para nuestra sociedad.
Hace dos semanas hablábamos del día de la mujer. Hoy, de la lucha contra la discriminación racial. El hecho es que, teóricamente, todas las personas somos iguales ante la ley y deberíamos tener los mismos derechos, oportunidades y obligaciones. La realidad indica que no es así.
Mis hijos tendrán que escuchar muchas veces que son unos “putos negros”, que a ver de qué país han venido o que son unos “muertos de hambre”. Pero, con suerte, espero que llegue el día en el que ellos, y mis futuros nietos, y quienes vengan detrás, puedan llegar a sentirse plenamente integrados y valorados por sus acciones, y no porque el color de la piel sea “marrón o carne”. Esa será la mejor señal de que seguimos progresando como sociedad.
Para terminar este post, os dejo esta canción preciosa que están aprendiendo en el colegio. Está cantada en euskera (el vídeo tiene subtítulos en castellano), y habla de integrar a quien viene de fuera porque juntos somos más fuertes y mejores.
Enjoy!!