Muros y puertas

Los cursos 2013-14 y 2014-15 estuve viviendo en Yibuti. Venía de estar los tres anteriores en Gambia. Fue un cambio muy grande. Pasamos de un país anglófono a otro francófono, de uno verde y con mucha vegetación a otro marrón y seco.

Con una población muy diferente (en el aspecto físico, en la forma de ser,…), donde hacía mucho más calor aún. La época húmeda (aproximadamente, entre abril y noviembre) era muy dura. Pero Gambia y Yibuti coincidían en una cosa: había pobreza para dar y regalar.

Cada mañana salía de casa a las 7:00 a llevar a los niños a sus escuelas. Tres niños (mis hijos y la hija de la persona que nos ayudaba en casa) a tres colegios. Hora y media de coche para ir, otra hora y media para volver. La gente allí conduce muy mal y descubrí, con asombro, que la paciencia puede alcanzar niveles muy elevados (que desconocemos tener).

Cada día había un aspecto importante a cuidar. En cuanto me incorporaba a la calle principal (la “route de l ´aéroport”), tenía que poner especial cuidado en llegar al semáforo del final de la recta (unos 500 metros) en verde. ¿Por qué? Porque si estaba en rojo había que parar y entonces venían niños a pedir lo que fuera (básicamente, dinero, comida y agua).

El cruce donde estaba el semáforo

Se pegaban como lapas al coche. Ponían la cara en los cristales e insistían hasta que podíamos volver a arrancar. Daba mucha pena, porque es una situación dura, pero no era aconsejable bajar la ventanilla y darles nada.

Uno de aquellos niños era vecino mío. Su “casa” (por llamar de alguna forma al lugar donde dormía) era un pequeño espacio rectangular (unos 10-15 m2) delimitado por la pared de un edificio, dos palos que se levantaban verticalmente y una tela que hacía de “tejado” uniendo esa pared con los palos. Unos cartones servían para cerrar el resto de paredes. Por supuesto, no había agua ni electricidad.

Llovía poco en aquel país, pero el día que caían cuatro gotas las calles se convertían a algo parecido a los canales de Venecia. Y la casa de “Henry”, por supuesto, se inundaba.

Porque a mi vecino le llamaba “Henry”. No hablaba francés ni inglés, solo árabe. Pero siempre iba con una camiseta amarilla vieja y gastada del Arsenal, equipo de la Premier inglesa, con el nombre del jugador francés.

En el semáforo nunca le di nada. Cuando paseaba cerca de mi casa y me lo encontraba, solía darle agua o algo de comida, y él me devolvía una sonrisa que enseñaba una dentadura muy estropeada.

Y todas las mañanas, cuando pasaba aquel semáforo, me hacía la misma pregunta: “¿por qué le ha tocado a ese niño esa vida y a mí no?”. Henry estaba todos los días pidiendo en aquel semáforo. Entre abril y noviembre la temperatura nunca baja de los 30ºC. A las 7 de la mañana podría haber cerca de 40ºC, con una humedad altísima.

Por supuesto, no iba a la escuela. Ese niño, como muchos otros en su misma situación, está condenado a malvivir. Cuando llegue a la adolescencia (si es que no ha muerto antes) tiene muchísimos boletos para estar tirado en la calle mascando khat, que es una droga que se masca y que deja a la gente “atontada”.

Por supuesto, no tengo respuesta para la pregunta que me hacía, pero sí me provocaba dos reflexiones. La primera, el de valorar la suerte que he tenido (estoy teniendo) en esta vida, y la responsabilidad de utilizar bien ese privilegio. Responsabilidad no significa agobio. Al revés, se trata, sencillamente, de que mis acciones personales y profesionales ayuden a mejorar la vida de aquellas personas que interactúan conmigo.

La segunda reflexión hace referencia al futuro que nos viene. África tenía una población aproximada de algo más de 1.200 millones de personas en el 2016. Se espera que en pocas décadas la cifra suba a 1.500 millones. Gente joven y con ansia legítima de vivir mejor.

Están 14 kilómetros al sur del Estrecho de Gibraltar. Son nuestros vecinos, jóvenes y numerosos. Porque la Unión Europea tiene una población estancada de algo más de 500 millones de personas, cada vez más viejas.

El ser humano siempre se ha movido por el planeta en busca de mejores condiciones de vida. Y es lo que está pasando con los flujos migratorios desde el Sur hacia el Norte. Miles de personas se arriesgan a morir por cruzar el continente africano en una travesía peligrosa para llegar a alguna costa donde, para rematar, embarcarán en una patera llena de gente y se lanzarán a mar abierto buscando nuestro “maravilloso estilo de vida”.

A saber cuánta gente habrá muerto sin que lo sepamos. Y por desgracia, en nuestra sociedad cada vez más vieja y, por lo tanto, decadente, está aflorando lo peor de lo peor. ¡Xenofobia y racismo a tope! No voy a poner nombres, pero seguro que se nos vienen a la cabeza unos cuantos en los que coincidimos.

Yo no digo que haya que abrir las puertas de par en par a todo lo que venga. Tiene que haber un orden y un plan para gestionar este flujo, que es un problema, pero que puede convertirse en una oportunidad. Porque si alguien cree que va a haber valla, muro, control policial o fronterizo que vaya a detener lo que se nos viene encima, es que no tiene ni idea de la magnitud de lo que está ocurriendo.

En la vida se pueden tomar dos opciones: construir muros o abrir puertas. Yo tengo clara la mía.

Y para despedir este post, no hay canción más apropiada que esta de Jackson Browne llamada “Walls and doors”, y que va de eso, de que hay personas que construyen muros, y otras que abren puertas.

Enjoy!